Había una vez un hombre que se comía las palabras. No sabía desde cuando le ocurría, pero le preocupaba cómo se había agravado de un tiempo a esta parte. Un día, tratando de explicar su problema, dijo “azúcar”. Y el café le supo amargo. Desesperado, trató de apelar a la “amistad”. Y se quedó solo.
Anduvo un tiempo así, evitando decir aquello que más le gustaba, sin nombrar aquellos a los que más quería, triste, furioso, temeroso de quedarse sin palabras para siempre.
Finalmente, paseando entre los árboles de un parque abandonado, respiró y se tranquilizó. Sin darse cuenta, dijo en voz alta “silencio”. Y se curó.
Haciendo limpieza por el ordenador, descubrí este relato y me extrañé por no haberlo publicado antes ("Si está todo hecho! No tengo ni que pensar..."). Entonces lo leí de nuevo despacio y recordé. Este relato lo envié a un concurso de cuentos cortos hace tres años, donde por supuesto no ganó (qué delicia fue escuchar los ganadores, la verdad, este no llega ni a la suela del zapato).
ResponderEliminarY recordé también que la idea no era original mía, sino que había surgido con un amigo y una amiga durante el transcurso de un juego. Que yo sepa, ninguno tiene la menor idea de lo que hice. Sin embargo, como ellos son seres privilegiados con ideas a montones, no creo que les importe que no haya compartido con ellos la no-gloria.
Lo curioso es que ambos han sido protagonistas de dos entradas de este blog previamente. Son de esas personas que dejan huella.
Y justo cuando terminé con estas reflexiones, revisé una de mis cuentas de correo que tengo muy abandonada y encontré un mail suyo. Casualidad cuando menos curiosa.