domingo, abril 08, 2012

A través del laberinto

Como todos los niños del mundo saben, la distancia más corta entre dos puntos es la imaginación. Y para llegar desde el colegio hasta Golosa, lo mejor era atravesar el laberinto.

El mayor misterio del laberinto era, sin duda, el por qué recibía ese nombre. Aunque la realidad nunca debería estropear una buena ficción, sólo se trataba de una zona verde más en un barrio de familias-con-niños, que además proporcionaba una cierta privacidad a tres portales. A vista de pájaro se podían ver varias zonas de césped y árboles delimitadas por setos y atravesadas por un camino, que se bifurcaba para dar paso a cada una de las entradas del edificio.

Sin embargo, desde una altura inferior al metro veinte, los muros verdes y el techo enramado escondían grandes posibilidades. Fuera del laberinto, la calle empinada era aburrida y gris. Al girar por el camino de baldosas anaranjadas, podía ocurrir cualquier cosa. Además, era un atajo estupendo. Con el tiempo, mis ojos acabaron salvando la altura del seto, y la magia se fue diluyendo. Pero la fuerza de la costumbre seguía dirigiendo mis pasos hacia el laberinto cada vez que pasaba por esa calle.

El problema de los hábitos creados en la niñez es que nos ciegan ante lo que es evidente para los demás. Uno de esos conflictos de indentidad temporal tuvo lugar hará unos años. Era de noche y mis amigos, E. y Ch. me acompañaban de vuelta a casa. Como cada vez, abandoné la calle principal para tomar el atajo del laberinto, arrastrando a mis amigos conmigo. Ellos, que ya me conocen, no suelen hacer muchos aspavientos ante otra de mis manías, aunque esta vez la reticencia que mostraron estaba plenamente justificada.

Completamente ajena a lo que ocurría a mi alrededor, tardé un poco más de la cuenta en notar que habíamos sido acorralados por una banda de adolescentes. Nos cortaban el paso por ambos extremos del camino. Indecisos, nos paramos. El que supusimos líder, se dirigió a nosotros con aire decidido:

- ¿Qué pasa? ¿Queríais esquivarnos?

Al parecer, habían visto nuestro extraño giro de 90º a pocos metros de donde se encontraban reunidos, y lo interpretaron como una maniobra de despiste y evasión por nuestra parte. Mientras Ch. trataba de contemporizar, hablando con ese aire entre afable y apaciguador que le caracteriza; E. vigilaba con recelo ambas facciones del grupo de muchachos, calibrando la peligrosidad de la situación. Yo aún tardé unos segundos más en salir de mi ensimismamiento y procesar la escena. Acto seguido, hice algo que aún hoy no sé si fue valiente o estúpido. Me giré hacia el jefe y le dije la verdad:

- ¡No! Sólo queríamos atravesar el laberinto...

La incredulidad que se pintó en sus ojos fue para enmarcarla. Estudiando mi rostro, todo inocencia, su expresión acabó cambiando paulatinamente a una entre divertida y resignada. Nos examinó de arriba a abajo por última vez, y tras una señal, el resto se apartó y nos dejaron continuar.

Nunca supe si me creyó, o si pensó que era directamente idiota, y que bastante tenía con lo mío.



Otro día os contaré la del asesino del hacha que hay en mi portal.

3 comentarios:

  1. Muchas veces el mejor ataque es jugar al despiste. Cuando das una respuesta que nadie espera haces que los demás se detengan a pensar... ¡Me ha encantado! Un beso

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  2. jejejejeje... lo mejor de todo es que casi ni me acordaba... Pero sí, genial la historia y aún mejor el relato :)

    Un beso enorme

    E.

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  3. Así de inconsciente soy, Vir, pero mi vida crece en emociones gracias a ello ;)

    Olvidar que te hago pasar por cosas así es un mecanismo de tu cerebro para evitar matarme cada cinco segundos. Que la sangre se quita fatal, E.

    ¡Gracias a las dos! Me encanta que os encante, jeje.

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