Ayer estuve en un concierto muy peculiar. Se trataba de un guitarrista venezolano, Aquiles Báez, del que tuve conocimiento gracias a una de mis compis del trabajo. Pero lo que me llamó la atención no fue el hechizo de la música o el sorprendente manejo de la guitarra que demostraba ese hombre. Fue el entendimiento con el público.
Ya había asistido alguna vez, hace ahora varios años, a conciertos donde un cantautor entremezclaba sus canciones con la complicidad de los que le escuchaban. En realidad, solía tratarse de un grupo de amigos que rodeaban al artista y el resto del público, al sentirse atraído por esos lazos de amistad, no podían evitar participar. El ambiente era muy íntimo y acogedor, te hacía sentir parte de algo, aunque no estuviera claro exactamente de qué.
Sin embargo, el espectáculo al que asistí era totalmente diferente. Se trataba de una comunidad, la venezolana, que transmitía alegría e incluso alivio al verse reunida tan lejos de sus hogares. La música de la guitarra provocaba un encantamiento cultural, dejando al descubierto raíces profundas, que no se ven, que ellos sienten y que a los demás nos rozaban al deslizarse las notas por el recinto. Los que aquí se saben extranjeros, volvían de pronto a liberarse de la máscara que les oprime en sus vidas diarias, esas máscaras que simulan su adaptación. Cantaban, daban palmas y se mecían con los rasgueos de la guitarra, disfrutando y contagiando sin querer de hermandad a todos los que les rodeaban, sin importar su procedencia. El aplauso final, puestos en pie, no iba dirigido únicamente a Aquiles, ese 'famoso compositor' como se denominaba a sí mismo entre risas. Era una forma de mostrarse apoyo mutuo, todos los presentes. Sabemos que estáis ahí, por lo que pasáis cada día. Y no estáis solos.
ui se nota que estás sensibilizá por estar fuera de casa :)
ResponderEliminarMe pillaste, times :)
ResponderEliminar