Todos los cuentos empiezan igual. Había una vez. Érase que se era. Hace mucho tiempo, en un lugar lejano. Pero sabemos que podría ser aquí, ahora. Los cuentos son atemporales y la identificación es sencilla. El sitio carece de importancia. Es Imaginación. Y nos zambullimos.
Se narra primero la historia de una chica, una joven, una doncella, una princesa. Y se explican sus problemas y preocupaciones. Pobrecita. Sola. Triste. Anhelante. ¿Qué habrá en su futuro?
Pues un príncipe, claro. Un hermoso muchacho. Idealista y honesto. Con ojos brillantes y sonrisa encantadora. Aparece en el momento perfecto, el flechazo es instantáneo. Dispuesto a salvar a su media naranja, sin reparar en los peligros que acechan.
El cuento transcurre entre momentos mágicos, aventuras inolvidables y situaciones de todo tipo imaginable. Conocemos nuevos personajes, y reímos, y también lloramos, y sufrimos con ellos. Siempre rodeados de lo inesperado y a la vez tan familiar.
Hasta llegar al final. Los problemas resueltos. Las preocupaciones no son tales. Nuevos amigos y experiencias adquiridas. El amor triunfa. Y vivieron felices para siempre. Vivieron felices y comieron perdices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Cae el telón. Fin.
Pero, ¿qué hay tras el telón? ¿Cómo es esa vida maravillosa? ¿Por qué no explican la parte más difícil: vivir hasta el final?
La vida no cabe en un cuento de hadas.
TBC